sábado, 25 de febrero de 2012

Homenaje a Nicholas Roerich

"El HIJO DEL REY"

por: Nicolás Roerich

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Aquello que las manos humanas dividen, la vida misma lo une. En una época en que Oriente y Occidente están convencionalmente contrapuestos, la vida misma moldea los cimientos de una sabiduría. Al parecer, la cristiandad y el budismo estarían divididos por muchos muros y, sin embargo, la sabiduría popular no reconoce estas divisiones. Con una benevolencia pura, las naciones hablan de Issa, el Mejor de los Hombres. Diversas naciones veneran la sabiduría de Moisés y en las iglesias cristianas se pronuncia el nombre de Buda. Nos sorprendemos al ver en las paredes del antiguo camposanto católico en Pisa el bellísimo fresco de Nardo di Cione que representa al Hijo del Rey, el futuro Buda, presenciando por primera vez el fin de la existencia humana: los cuerpos encontrados en su viaje. Esta es una iglesia católica romana.

En la iglesia ortodoxa griega, en las antiguas descripciones de las Vidas de los Santos, tenemos un relato detallado de la vida de JosaFat, hijo del Rey de la India. Comenzamos a comprender que Iosaf, o Josafat, en árabe distorsionado, es «Bodhisattva" mal pronunciado.

Comenzamos a estudiar esta extensa narración más allá del velo de la interpretación cristiana y percibimos los fragmentos del relalo fundamenlal de la vida de Buda.

Sin ceder ante ninguna concepción personal, tomemos unos pocos pasajes literales del antiguo Chetyi-Minei:

"En Oriente hay una enorme y amplia nación llamada India, donde habitan diversos pueblos. Y la nación resplandece de riquezas y fertilidad más que todos los demás países y sus fronteras llegan hasta Persia. Esta nación una vez fue por Santo Tomás, el apóstol, pero todavía no había dejado totalmente de adorar a los ídolos, pues muchos eran paganos tan empedernidos que no aceptaron las enseñanzas de salvación y continuaron uniéndose a sus atractivas picardías. Con el curso del tiempo, esta herejía se expandió como la maleza y sofocó las buenas semillas, de modo que el número de páganos se había vuelto mayor que el de los fieles.

Entonces un Rey, cuyo nombre era Avenir, se convirtió en el soberano de este país y fue grande y célebre por su poder y posesiones. El Rey tuvo un hijo que se llamó Iosaf. El niño era extremadamente bello y esta extraordinaria belleza era un signo de la belleza de su espíritu. El Rey mandó llamar a un gran número de Magos v astrólogos y les preguntó qué futuro esperaba al niño, cuando fuera mayor. A esto, respondieron que sería más grande que todos los reyes anteriores. Pero uno de los adivinos, el más sabio de todos, y sabio no a través de las estrellas sino por el conocimiento divino dentro de él, dijo al Rey:

—»El niño no alcanzará su mayoría de edad en este reino, sino en un reino mucho mejor e infinitamente más extenso.»

El Rey construyó un maravilloso palacio con un vasto número de habitaciones espaciosas donde Iosaf habría de ser educado. Cuando el niño creció y alcanzó la razón, el Rey retuvo a los mentores y criados, que eran jóvenes y de aspecto bello, para que atendieran a todas sus necesidades, y dio estrictas órdenes de que a ningún extranjero se le permitiera jamás ver al príncipe. El Rey también ordenó que nadie debía hablar jamás al príncipe acerca de los pesares de la vida; ni de la muerte, ni de las enfermedades y otras penas que pudieran oscurecer sus placeres. Pero todos deberían hablarle sólo de cosas bellas y alegres, para ocupar su mente con deleites y placeres y no permitirle tener tiempo de pensar en el futuro.

Así, el príncipe, sin abandonar su bello palacio, alcanzó su juventud y llegó a comprender las sabidurías india y egipcia; se volvió sabio y comprensivo y su vida estaba adornada con principios dignos. Luego, comenzó a pensar en por qué su padre lo mantenía en tanta soledad y preguntó a uno de sus tutores acerca de ello. Este, percibiendo que el joven era de una inteligencia perfecta y de gran benignidad, le dijo lo que los astrólogos habían profetizado el día de su nacimiento.

El Rey visitaba con frecuencia a su hijo, a quien amaba profundamente. Y una vez Iosaf habló a su padre:

— «Deseo fervientemente saber, padre mío, algo que pesa siempre sobre mi mente con pena y dolor.»

El padre, sintiendo pesar en el corazón, contestó:

— «Dime, querido hijo, cuál es la pena que te atormenta y de inmediato trataré de transformarla en alegría.»

De modo que Iosaf preguntó:

— «¿Cuáles son las causas de mi encierro aquí? ¿Por qué me encierras detrás de estas paredes y puertas, privándome del exterior y haciendo que sea invisible para todos?

Y el padre replicó:

—»No deseo, hijo mío, que veas nada que te pueda causar pena en el corazón y privarte así de la felicidad; desearía que vivieras aquí toda tu vida rodeado de incesantes placeres, alegrías y felicidad.»

— «Entonces, sabe, padre — respondió el joven —, que éste confinamiento no me provoca ni alegría ni felicidad, sino tanta aflicción y desesperación que hasta la comida y la bebida me parecen amargas. Quiero ver todo lo que está detrás de estas puertas y, por lo tanto, si no deseas que muera de dolor, permíteme ir a donde quiera y deja que mi alma disfrute de la vista de todo ello que hasta el momento no he visto.»

Al oír esto, el Rey se sintió abatido pero, dándose cuenta de que si continuaba confinando a su hijo, le causaría aún mayor pesar y pena, dijo:

— «Que sea, hijo mío, como tú lo deseas.»

Entonces, ordenó de inmediato los mejores caballos y arregló todo con toda la gloria que corresponde a los príncipes. Y ya no prohibió a su hijo abandonar el palacio, sino que le permitió ir dondequiera que deseara. Pero dio órdenes a todos sus seguidores que no deberían permitir que nada triste o indigno se acercara al príncipe, y que deberían enseñarle sólo lo mejor y más bello, aquello que alegrara sus ojos y su corazón. De modo que a lo largo del camino, ordenó que cantaran coros y se tocara música y que hubiera toda clase de entretenimientos para agasajar al príncipe.

El príncipe salía con frecuencia del palacio, cabalgando en medio de un esplendor y una gloria dignas de un rey. Sin embargo, una vez, más allá de la vigilancia de sus criados, vio a dos hombres: uno, leproso y el otro ciego.

Entonces, preguntó a sus compañeros:

— «¿Quiénes son y por qué están así?»

Y sus compañeros, viendo que era imposible seguir ocultándole las dolencias humanas, dijeron:

— «Esos son sufrimientos humanos, que muchas veces sobrevienen a las personas a causa de su naturaleza débil y la endeble conformación de sus cuerpos.»

El joven preguntó:

— «¿Acaso estas cosas suceden a todos?»

Y le respondieron:

— «No a todos, sino a aquellos cuya salud se ha destruido a causa de excesos de bienes mundanos.»

Entonces el joven preguntó:

— «Si esto no sucede por regla general a todas las personas, entonces, ¿acaso aquellos a quienes suceden estas desgracias lo saben de antemano o estas cosas ocurren de repente y de forma inesperada?»

Sus compañeros contestaron:

— «¿Quién de nosotros puede conocer el futuro.»

El príncipe no hizo más preguntas, pero su corazón se entristeció al ver estas cosas y la expresión de su rostro cambió. Unos días más tarde se encontró con un anciano, débil, con el rostro surcado de arrugas, los miembros encorvados y frágiles, el pelo completamente gris, sin dientes y casi incapaz de hablar. Al notarlo, el joven fue invadido por el horror y, ordenándole que se acercara, preguntó:

— «Quién es y por qué está así?»

— «Ya es muy viejo, y a causa de que sus fuerzas lo están abandonando y su cuerpo se ha debilitado, se encuentra en la desfortunada condición en que lo ves.»

Nuevamente, el muchacho preguntó:

— «¿Qué le sucederá ahora, cuando viva muchos años más?»

Y ellos replicaron:

— «Nada, sólo que la muerte se lo llevará.»

¿El joven siguió preguntando:

— «¿Acaso esto sucederá a todos, o sólo a algunos de nosotros?»

Ellos respondieron:

— «Si la muerte no nos alcanza en nuestra juventud, entonces es imposible, después de muchos años, no llegar a ese estado.»

El joven preguntó:

— «¿A qué edad las personas se ponen como él? Y si la muerte nos espera a cada uno de nosotros sin excepción, ¿no hay posibilidad de escapar a ella y evitar esta desdicha?»

Y le dijeron:

— «A los ochenta o a los cien años, las personas se debilitan, se vuelven endebles y mueren y no puede ser de otra manera, pues la muerte es el resultado natural del hombre y su llegada es inevitable.»

Viendo y oyendo todo esto, el muchacho, suspirando desde lo más profundo de su corazón, dijo:

— «Si así es, entonces nuestra vida es amarga y está llena de dolor y quién puede estar feliz y libre de penas, cuando está siempre esperando a la muerte, que no sólo es inevitable, sino también, como decís, inesperada.»

De modo que regresó a su palacio muy triste, pensando todo el tiempo en la muerte y repitiéndose a sí mismo:

— «Si todos han de morir, también yo he de hacerlo, y ni siquiera sé cuándo... Y después de mi muerte, ¿quién se acordará de mí? Y después de mucho tiempo todo pasará al olvido... ¿Acaso no existe otra vida después de la muerte y no hay otro mundo...»

Comenzó a preocuparse mucho por todos estos pensamientos. Sin embargo, no dijo una palabra a su padre, sino que preguntó a su mentor si conocía a alguien que pudiera explicarle todo esto y tranquilizarlo, pues con sólo pensarlo no podía encontrar solución alguna.

Su maestro dijo:

— «Te he dicho antes que los sabios ermitaños, que vivían aquí y que pensaban en todas estas cuestiones, han sido asesinados por tu padre y desterrados en momentos de ira. Ahora no conozco a nadie dentro de nuestras fronteras.»

El muchacho se apenó profundamente por todo esto: su corazón lloraba y su vida se convirtió en una continua tortura. De esta manera, toda la dulzura y la belleza de este mundo se convirtieron, ante sus ojos, en desperdicio y suciedad. Entonces, Dios, deseando que cada uno se salve y que la razón llegue a la verdad, con Su amor acostumbrado y Su misericordia hacia la humanidad, señaló al muchacho el camino recto de la siguiente manera:

«En aquella época vivía un monje, sabio, completamente perfecto en todas las virtudes, cuyo nombre era Varlaam, un sacerdote de jerarquía. Vivía en el desierro de Senaridia. Inspirado por la revelación divina, este hombre sabio se enteró de la aflicción del príncipe y, partiendo del desierto y cambiándose la vestimenta por la de un mercader, se embarcó hacia el reino de la India. Al llegar a la ciudad donde el príncipe vivía en su palacio, permaneció allí muchos días familiarizándose con los detalles de la vida del príncipe y sus allegados. De esta manera, al enterarse de que el mentor era el que más cerca estaba de él, fue a verlo y le dijo:

— "Sabed, mi señor, que soy un mercader y que he venido desde tierras lejanas. Tengo una piedra preciosa, que no tiene ni tendrá jamás igual y que hasta ahora no he enseñado a nadie, pero te hablo a ti de ella, pues veo que eres un hombre inteligente y capaz. Por lo tanto, lléveme ante el príncipe y a él entregaré esa piedra, que tiene un valor tan alto que nadie puede calcularlo, ya que excede todas las cosas buenas y caras. La piedra permite al ciego ver, al sordo oír, al mudo hablar, da salud al enfermo y puede desterrar el diablo de los obsesos. Aquel que posea la piedra podrá obtener todo el bien que desee."

El mentor respondió:

— "Pareces un hombre viejo, sin embargo, hablas con palabras huecas y rebosas de alabanzas de ti mismo. He visto muchas piedras preciosas y perlas y he poseído muchas yo mismo, pero sin embargo, nunca he visto ni oído nada de una piedra que poseyera estos poderes. Pero déjame verla y si tus palabras son verdaderas, te llevaré de inmediato ante el príncipe y serás honrado y recibirás remuneración que te mereces."

Varlaam dijo:

— "Tienes razón al decir que nunca has visto ni oído nada de estas piedras, pero créeme, yo tengo una de ellas. No deseo elogiarme a mí mismo, ni tampoco miento a mi avanzada edad. Pero con respecto a tu deseo de verla, escucha lo que tengo que decirte: mi piedra preciosa, además de las facultades y milagros mencionados, también tiene esta propiedad, que sólo pueden verla aquellos que poseen ojos absolutamente sanos y un cuerpo casto por completo; sin embargo, si alguien impuro de improviso ve la piedra, de inmediato pierde la vista y la razón. Al conocer el arte de curar, puedo decirte que los ojos te duelen, por lo tanto temo enseñarte la piedra, pues no quiero ser el culpable de tu ceguera. No obstante, he oído que el príncipe lleva una vida pura, que tiene los ojos sanos y claros y, en consecuencia, le enseñaría mi tesoro. De modo que no seas indiferente ni prives a tu amo de una posesión tan importante."

El mentor replicó:

— "Si así es, entonces, no me enseñes la piedra, pues me he mancillado con muchos actos impuros y, como dices, tengo la vista enferma. Pero te creo y no seré indiferente, sino que informaré a mi amo de inmediato."

Así, el maestro entró en el palacio y contó al príncipe todo en el orden en que había sucedido. Y el príncipe, habiendo escuchado todo esto, sintió una gran alegría en el corazón y sintió que su espíritu se animaba. Ordenó que el mercader lo visitara de inmediato.

Varlaam entró en las habitaciones del príncipe e, in clinándose, le saludó con palabras sabias y agradables. El príncipe le ordenó que tomara asiento y en cuanto el mentor se hubo marchado, dijo al anciano:

— "Enséñame la piedra de la que hablaste a mi mentor y de la cual dijiste cosas tan grandes maravillosas."

Pero Varlaam habló al príncipe de esta manera:

— "Todo lo que te han dicho arerca de mí, príncipe, es verdadero y real, pues no sería proprio de mí mentir a su alteza. Pero antes de conocer tus pensamientos, no puedo revelarte mi gran secreto, pues el Señor me ha dicho: "Un sembrador fue a sembrar. Y cuanto lo hizo, algunas semillas cayeron a un lado del camino y las aves vinieron y las comieron; otras cayeron en sitios rocosos, donde había poca tierra; crecieron sin tardanza y se secaron, pues no había tierra profunda; y otras cayeron entre espinas, y las espinas crecieron y las ahogaron; pero hubo otras que cayeron en tierra fértil, y los frutos crecieron cien veces más". Así, si encuentro en tu corazón terreno bueno y fértil, no titubearé en revelarte el gran misterio. Pero si la tierra es rocosa o está llena de espinas, entonces es mejor no desperdicar las semillas redentoras ni permitir que las aves y las bestias las devoren, pues está terminantemente prohibido arrojar joyas delante de ellas. Sin embargo, espero encontrar en ti la mejor tierra para aceptar la semilla digna y para contemplar la piedra preciosa y permitir que la aurora de la luz te ilumine y produzca cien más frutos. Pues por tu causa he sufrido mucho y he navegado desde lejos, para mostrarte lo que jamás has visto y enseñarte lo que jamás has oído.'

Iosaf le respondió:

"Estoy poseído, oh, venerable señor, por un ardiente deseo de oír de nuevos y dignos mundos, y dentro de mi corazón arde un fuego que me obliga a adquirir conocimiento de cosas importantes y esenciales. Sin embargo, hasta ahora no he encontrado a ningún hombre que pudiera explicarme lo que está dentro de mi mente y me indique la senda correcta. Pero si alguna vez encontrara a esta persona, jamás arrojaría sus palabras a las aves ni a las bestias, como tampoco mi corazón sería de piedra o estaría lleno de espinas, sino que cultivaría la palabra dentro de mi corazón. Y si tú sabes de algo, no me lo ocultes, sino enséñamelo. Pues cuando oí que de una tierra lejana, mi corazón se regocijó y me llené de esperanza de recibir de ti lo que deseaba saber. Esta es la razón por la que te pedí que entraras de inmediato y por la que te recibí con alegría, como si fue-ras un viejo conocido o un igual."

De modo que Varlaam explicó la enseñanza con parábolas y alegorías, adornando sus palabras con muchos relatos y preceptos bellos. El corazón del príncipe se ablandó como la cera y cuanto más le contaba el viejo sabio, más ansioso estaba el príncipe por oírlo. Finalmente, el príncipe comenzó a darse cuenta de que la piedra preciosa era la maravillosa Luz del Espíritu, que abre los ojos de la mente y creyó, sin la menor duda, todo lo que Varlaam le enseñó. Levantándose de su trono y acercándose al sabio anciano, lo abrazó y dijo:

— "¡Oh, tú, el más digno de todos los hombres! Esta es, creo yo, la piedra preciosa que mantienes en secreto y que no deseas enseñar a todos, sino sólo a aquellos que sean dignos de ella, cuyos sentimientos espirituales sean íntegros y sanos. Pues en cuanto tus palabras llegaron a mis oídos, una dulce luz invadió mi corazón y la pesada cubierta de dolor que durante tanto tiempo oprimió mi alma se dispersó en la nada. De modo que dime si mi razón es correcta y, si sabes algo más, ¡por favor, enséñamelo!"

Y Varlaam continuó hablándole acerca de la muerte sabia y de la muerte mala, de una resurrección, de una vida eterna, de las bellísimas consecuencias de las buenas acciones y de los sufrimientos de los pecadores. Y las palabras de Varlaam conmovieron profundamente al príncipe, tanto, que sus ojos se llenaron de lágrimas y lloró durante un largo rato. Varlaam también le explicó sobre el vacío y la inconsistencia de este mundo y le habló de abnegación y de la vida solitaria de los monjes del desierto.

Como joyas en un lugar sagrado, Iosaf reunió todas estas palabras en su corazón y comenzó a amar a Varlaam tanto que quería estar con él siempre y escuchar sus enseñanzas. Le preguntó acerca de la vida solitaria, de su comida y vestimenta, diciendo:

— «Dime, ¿qué os ponéis tú y los que están contigo en el desierto, y cuál es vuestro alimento y de dónde proviene?»

Varlaam respondió:

— "Para alimentarnos, recolectamos el fruto de los árboles y las raíces que crecen en el desierto. Sin embargo, si un creyente nos trae pan, lo aceptamos como un envío de Dios; nuestra vestimenta es de pelo y piel de ovejas y cabras, usada y emparchada, y es la misma en verano que en invierno. La vestimenta adicional que ves que llevo, la he tomado prestada de un laico digno, para que nadie sepa que soy un monje. Si hubiera venido con mi propia vestimenta, no me habrían permitido verte."

Iosaf pidió a Varlaam que le enseñara sus ropas y cuando Varlaam se quitó la vestimenta del mercader, Iosaf vio algo terrible: el cuerpo del anciano estaba muy seco y negro de los rayos del sol y la piel le colgaba de los huesos. Alrededor de la cintura y las piernas, hasta las rodillas, tenía un taparrabo de pelo, harapiento y áspero, y un manto de lo mismo le colgaba de los hombros. Iosaf estaba estupefacto ante tal sufrimiento y la gran resistencia del anciano y suspiró y se echó a llorar, pidiéndole al sabio que lo llevara a la vida solitaria.

Varlaam dijo:

— "No pidas esto ahora, pues entonces la ira de tu padre caerá sobre todos nosotros. Mejor permanece aquí, creciendo en el conocimiento de las grandes verdades. Regresaré solo. Más adelante, cuando el Señor así lo desee, vendrás a mí, pues creo que en esta vida, así como en la futura, viviremos juntos".

Iosaf contesto llorando:

— "Si ésta es la voluntad superior, me quedaré. Lleva contigo mucho oro para dar a tus hermanos del desierto, para alimento y vestimenta."

— "Los ricos dan a los pobres — replicó Varlaam —, y no los pobres a los ricos. ¿Cómo es que quieres darnos a nosotros, los ricos, cuando tú mismo eres pobre? Hasta el menor de nuestros hermanos es incomparablemente rico que tú. Espero que pronto adquieras estas verdaderas riquezas; pero cuando seas rico en este sentido, entonces te volverás mísero y taciturno."

Iosaf no lo comprendió y Varlaam explicó sus palabras diciendo que quien renuncia a todos los bienes terrenales adquiere riquezas celestiales y el más pequeño don del cielo es más valioso que todas las riquezas del mundo. Y luego añadió:

— "El oro es muchas veces causa de pecado y por lo tanto, no lo queremos. Sin embargo, tú deseas que lleve a mis hermanos esta víbora que ya han desterrado".»

Y durante un largo tiempo, Varlaam visitó al príncipe a diario y le enseñó el maravilloso camino hacia la luz.

Un día, Varlaam le habló de su intención de marcharse. Iosaf casi no podía soportar la separación de su maestro y lloró amargamente. Como un último recuerdo, pidió a Varlaam que le diera su manto. El sabio anciano dio el manto a Iosaf y éste lo valoró más que sus atuendos reales color púrpura.

Una vez, Iosaf, al haber rezado durante mucho tiempo con lágrimas en los ojos, cansado, se quedó dormido en el suelo. En su sueño se vio repentinamente llevado por unos extraños a través de tierras maravillosas hasta llegar a un gran campo cubierto de flores bellas y fragantes. Allí vio una gran variedad de árboles fabulosos que tenían frutos desconocidos y extraños, agradables de mirar y tentadores de probar; las hojas de los árboles se mecían con suavidad en la leve brisa y un aroma sublime colmaba el aire. Bajo los árboles había altares de oro puro, con piedras preciosas y perlas que brillaban esplendorosamente. Notó, además, muchos lechos adornados con colchas de inefable belleza y brillo. En el centro, corría un manantial cuyas aguas claras y encantadoras acariciaban los ojos. Los extraños condujeron a Iosaf a través de estos campos hasta una ciudad, que resplandecía bajo una brillantísima luz. Todas las paredes eran de oro puro y de piedras preciosas nunca vistas y las columnas y puertas eran de perlas de una pieza. ¿Pero quién puede describir toda la belleza y gloria de esa ciudad? Una luz con abundantes rayos brillaba desde las alturas y llenaba las calles de la ciudad, y guerreros alados y resplandecientes caminaban por las calles y cantaban dulces canciones que ningún hombre había oído jamás.

Y Iosaf oyó una voz:

— «¡Este es el sitio de descanso de los virtuosos! ¡Aquí ves la felicidad de quienes durante su vida han agradado al Señor!»

Los hombres desconocidos, luego trataron de llevar a Iosaf de regreso, pero él, capturado por la belleza y la gloria de la ciudad, dijo:

— «¡Os ruego, por favor, no me privéis de este indescriptible gozo y permitidme vivir en algún rincón de esta bella ciudad!»

— «Ahora no puedes quedarte aquí — le dijeron —. Pero por tus muchos actos heroicos y aspiraciones, a su tiempo entrarás en este sitio, si aplicas toda tu fuerza. Pues aquellos que se esfuerzan poseerán el reino del cielo...»

Al cuadragésimo día después de la muerte del rey Avenir, Iosaf reunió, en memoria de su padre, a todos los hombres de estado, consejeros y comandantes de los ejércitos y les habló de su gran secreto y les dijo que tenía la intención de abandonar este reino terrenal y todo lo mundano y que deseaba marcharse al desierto y llevar la vida de un monje. Todos se entristecieron y lloraron, pues lo amaban por su bondad, humildad y caridad. Y todos rogaron a Iosaf que no les abandonara. Pero por la noche, dirigió un decreto a toda la asamblea y a todos los comandantes. Dejó el decreto en sus habitaciones y se marchó en secreto al desierto. Por la mañana, la noticia de su marcha se expandió y el pueblo se entristeció y se preocupó profundamente. Muchos lloraron. Luego, todos los habitantes de esta ciudad decidieron ir en su busca y realmente lo encontraron cerca de un arroyo seco, cuando elevaba las manos al cielo en una plegaria. Las personas lo rodearon, cayeron de rodillas ante él y le imploraron, con lágrimas y sollozos, que regresara a su palacio. Pero él les pidió que no le causaran más dolor y que le dejaran libre, pues su decisión era terminante. Así, siguió internándose en el desierto. En consecuencia, el pueblo, llorando amargamente, debió regresar; aunque unos pocos le siguieron a alguna distancia a el anochecer, en que la oscuridad se instaló, impidiendoles seguirle más.

En el desierto, Iosaf llevó una vida de penurias, pues comida era escasa y hasta la hierba estaba seca y la tierra daba pocos frutos. Pero sus logros espirituales fueron grandes. Y una vez más, al dormirse, tuvo un sueño. Los mismos hombres extraños le llevaron y le condujeron nuevamente a través del bellísimo campo hasta que de nuevo vio la ciudad resplandeciente. Cuando llegaron a sus puertas, ángeles divinos salieron a su encuentro, llevando dos guirnaldas de belleza indescriptible. Iosaf preguntó:

— «¿De quién son estas guirnaldas?»

—»Son ambas tuyas — contestaron los ángeles —, una por la salvación de muchas almas y la otra por abandonar el reino terrenal y comenzar la vida espiritual...»."

De esta manera original, el antiguo libro Vida de los santos, o Chetyi Minei, relata la vida del Buda. Detrás de la antigua lengua eslava eclesiástica se percibe claramente el relato original de la Vida del Santo Buda. Y la visión 4el príncipe, antes de su retiro al desierto, corresponde ciertamente a la instrucción del Buda.

Al final del relato se añade una plegaria al príncipe hindú que dice: "Y abandonando su reino, llegó al desierto... Ruega por la salvación de nuestras almas". Se agrega aún otra plegaria, que declara que Iosaf "ahora tiene, como su hogar, las resplandecientes colinas de Jerusalén", y pide que él pueda "rogar por todos aquellos que tienen fe en Él". De esta manera rezan los seguidores de Cristo y se acercan al Santo Buda.

En noviembre, en todas las iglesias, se menciona el nombre del santo príncipe de la India, Iosaf, y el Viejo Creyente de barba blanca de los Montes Altai canta el antiguo verso sagrado dedicado al santo príncipe hindú. Es profundamente conmovedor, en las alturas de los Altai, oír las palabras del príncipe, que se dirige al desierto:

— "¡Oh, recíbeme y acéptame. Tú, silencioso desierto!"

— "¿Cómo puedo recibirte, Príncipe, si no tengo palacios ni aposentos reales para albergarte?"

—"¡Pero no necesito palacios ni aposentos reales!"

Así canta en las alturas de los Altai el Viejo Creyente de barba blanca. Y en la montaña cercana, como el antiguo Lel o el santo Krishna, un pequeño pastor que enlaza guirnaldas de caléndulas, proclama a viva voz otra versión dedicada al mismo recuerdo sagrado:

¡Oh, mi Amado Maestro!

¿Por qué me has abandonado tan pronto?

¡Me has dejado huérfano!

Lamentándome cada uno de mis días.

¡Oh, tú, desierto, el bello!

Acéptame en tu abrazo.

En tu palacio escogido,

Tranquilo y en silencio.

Huyo, como de una serpiente,

De la fama y el esplendor terrenales,

De la riqueza y las mansiones resplandecientes...

¡Mi desierto amado, acéptame!

Llegaré a tus praderas.

Para regocijarme con tus maravillosas flores.

Y vivir aquí los años que se acercan.

Hasta el fin de mis días...

Altai, 1926.